No sé si es
fruto de la casualidad, pero cuando he tenido que tomar un taxi en una ciudad
tan caótica como Madrid, muchos taxistas me han dicho que son nuevos, que son
novatos en aquel oficio tan denostado y tan importante, como servicio público
fundamental. Amablemente me lo dicen, indicando que son expertos
conductores, que han pasado muchas horas al volante de camiones, de furgonetas
de reparto, que saben lo que es sortear la virulencia de un tráfico atroz, pero
que han sido despedidos de sus trabajos o la empresa ha quebrado. Por lo tanto,
no han tenido otra opción que seguir conduciendo, con la esperanza de conseguir
clientes por las calles de la ciudad, en las estaciones de tren, en los
hospitales o a la salida de las discotecas. Saben que cuando oyen esa maldita
palabra del emprendimiento, ellos la entienden como la del camino que surcan
todos los días desde que sale el sol hasta el ocaso, también bajo la luz de la
luna.
Saben que el
trabajo de taxista no es la panacea para salir de su situación, pero al menos
no tienen que sufrir la odiosa situación de reciclarse, realizar cursos de
formación, como si fueran adolescentes.
Más que un viaje
en taxi, he estado en un confesionario, escuchando las penas, las
cavilaciones como muchos españoles, que entre llantos y quejas a veces llegan a
sentirse culpables, como aquel que ha cometido un pecado, el de dejarse
arrastrar por el espejismo de unas políticas, basadas en el lucro, en el
dinero fácil. Han sido tantos los golpes que ha sufrido la población española,
que más que la protesta, más que la rebeldía, los ciudadanos han optado
por el silencio de la decepción. Nos han convencido de que vivíamos por
encima de nuestras posibilidades, y este embuste nos lo hemos creído.