Diariamente nos encontramos con
muestras de falta de respeto entre las personas. A veces se trata de un
insulto, en otros casos se pierde el respeto no admitiendo la autoridad, que otros
tienen sobre nosotros para un correcto funcionamiento de la sociedad. La expresidenta
madrileña Esperanza Aguirre cometió una infracción de tráfico que, además de
ser trending topic en el mundo de internet, fue una clara muestra de
falta de respeto. Se puede decir de muchas maneras, pero lo que todos sabemos
es que aquel incidente desembocó en gestos de mala educación.
Vivimos en un país donde se
pierden las formas un día sí y otro también, en un continuo desacato, con todo
el sentido de sus acepciones “calumniando, injuriando o amenazando a una
autoridad en el ejercicio de sus funciones”. Así pues, no nos extraña que haya
agresiones a personal sanitario, docente, porque estamos inmersos en una
dinámica del grito y de la furia, como cualidades del carácter.
A veces me pregunto si todos estos
rasgos son congénitos de nuestra cultura, forjada en el pesimismo y en la
picaresca del Siglo de Oro, en la desconfianza hacia los demás, en la defensa a
ultranza de lo que consideramos propio, como es nuestro honor y buen nombre.
Todo esto se podría solucionar dando la importancia que se merece a nuestro
sistema educativo, pero no olvidemos que ya había planteadas materias como
Educación y Ciudadanía que, dentro de sus limitaciones, al adolescente le
marcaba el rumbo de la convivencia en la sociedad que está descubriendo.
Sin embargo, en una educación
recortada y mutilada, desmembrada por los efectos de la privatización, los
únicos valores que se pueden enseñar en medio de un naufragio político,
económico y moral es “sálvese quien pueda”
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