Este
sábado mientras millones de espectadores veían el fútbol por televisión,
algunos miles de espectadores llenaban las salas de los teatros de España. No
se trata de hacer una comparación odiosa entre los dos espectáculos, pero sí es
consecuente dejar muy claro que el deporte nunca llegará a la categoría de
cultura, si bien es cierto que es muy saludable para los que lo practican, pero
no para los aficionados que sufren las asechanzas del juego, siempre con la
pasividad del que contempla uno de los deportes más sobrevalorados de las
últimas décadas. No nos engañemos, el fútbol, excepto para el futbolista no
deja de ser un espectáculo aburrido, al que se le ha sabido inyectar la esencia
de la emoción, identificar con un pueblo, una comunidad o una ideología; sin
embargo no ofrece ni una sola idea, ni un aprendizaje, que no sea sumergirse
por igual en la euforia o decepción, según el resultado final.
En la final de la
Copa de Europa de Lisboa había espectadores inusuales, como nuestra reina
Sofía, que contemplaba los vaivenes de la pelota, con la incredulidad de que
todo aquello levantara tanta pasión. Seguramente que hubiera preferido estar en
un teatro, viendo los gestos y diálogos de los actores, las escenas tramadas
con inteligencia, o tal vez, hubiera preferido escuchar un gran concierto, como
el réquiem de Verdi que presenció en la catedral toledana. Ciertamente el
teatro y el fútbol son dos espectáculos, pero si el primero está lleno de
valores, el segundo no es otra cosa que una distracción muy recomendable para
perder el tiempo y evadirse por unos minutos de la realidad que nos rodea.