miércoles, 17 de diciembre de 2014

Taxistas y el embuste que nos hemos creído.

No sé si es fruto de la casualidad, pero cuando he tenido que tomar un taxi en una ciudad tan caótica como Madrid, muchos taxistas me han dicho que son nuevos, que son novatos en aquel oficio tan denostado y tan importante, como servicio público fundamental. Amablemente  me lo dicen, indicando que son expertos conductores, que han pasado muchas horas al volante de camiones, de furgonetas de reparto, que saben lo que es sortear la virulencia de un tráfico atroz, pero que han sido despedidos de sus trabajos o la empresa ha quebrado. Por lo tanto, no han tenido otra opción que seguir conduciendo, con la esperanza de conseguir clientes por las calles de la ciudad, en las estaciones de tren, en los hospitales o a la salida de las discotecas. Saben que cuando oyen esa maldita palabra del emprendimiento, ellos la entienden como la del camino que surcan todos los días desde que sale el sol hasta el ocaso, también bajo la luz de la luna.
Saben que el trabajo de taxista no es la panacea para salir de su situación, pero al menos no tienen que sufrir la odiosa situación de reciclarse, realizar cursos de formación, como si fueran adolescentes.

Más que un viaje en taxi, he estado en un confesionario, escuchando las  penas, las cavilaciones como muchos españoles, que entre llantos y quejas a veces llegan a sentirse culpables, como aquel que ha cometido un pecado, el de dejarse arrastrar  por el espejismo de unas políticas, basadas en el lucro, en el dinero fácil. Han sido tantos los golpes que ha sufrido la población española, que más que la protesta, más que la rebeldía,  los ciudadanos han optado por el silencio de la decepción. Nos han convencido de que vivíamos por  encima de nuestras posibilidades, y este embuste nos lo hemos creído.